El despertador suena arrancándome del mundo onírico para llevarme al mundo de las sensaciones. El olor, el sabor, el tacto se mezclan y no te importa despertar porque aún en esta realidad sigues soñando.
Placentero el primer café de la mañana, disfrutando de la soledad que dejan los besos. Sentada en el sillón, el aire de la mañana me renueva como el agua que cayó en mi cuerpo unos minutos antes. La ausencia de ruidos extraños hacen que pueda escuchar el cantar de pájaros ajenos que vuelan muy lejos de aquí. La gran ciudad hoy dormita. Me siento una dueña, relajada, con fuerza para soportar todo. Pero el estrés de los trabajos atrasados comienza hacer su aparición; las prácticas, los éxamenes..., y, asi, lentamente, rapidamente va pasando el día dejando a la noche desplegar sus alas.
En la noche las personas nos convertimos en vampiros, en seres que no entendemos y nos llevan a situaciones surrealistas que, al igual que nuestra metamorfosis, escapan de nuestro entendimiento. Las risas y carcajadas se mezclan con las ausencias y los recuerdos, los mensajes sin respuesta y el sabor amargo del distanciamiento.
Al final, vuelves a tu soledad pero con las energías por renovar y el peso del día echado en tus hombros, bloqueado en tu cabeza.
Vuelves a sentarte en el sillón y escribes. Los pájaros desaparecieron y la taza de café es sustituida por una copa de vino.
Mañana cuando suene el despertador le odiaré por arrancarme de ese mundo y devolverme a la realidad sin sueños que deja la ausencia de tu cuerpo entre mis sábanas...
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